Se encontró de pronto en ese espacio. Vacío.
Sólo esa sensación de morbidez cálida que entumecía los sentidos e invitaba al sopor.
Como si ya conociera ese lugar.
Inerte, acogedor, y a la vez... Incómodo.
Se percató entonces que no estaba sola.
Él estaba allí, con su gabardina negra. Con las solapas levantadas. El pelo le caía sobre la cara. La miraba sonriéndose mientras se desabotonaba.
Deslizó la mano por el forro de seda.
Sacó una daga, fina y plateada.
Ella pensó que era hermosa.
Brillaba de una manera extraña. Como si pudiera reflejar una luz que no existía en particular.
Ella supo al instante qué hacer.
Y esperó a que él la hundiera suavemente en su costado. Colocó la izquierda en su espalda y la abrazó hasta la empuñadura.
Suspiró pesadamente en su oído.
Se separó, dejando entre ellos Mas o Menos lo Mismo.
Le miró, y se vió reflejada en sus ojos inquisitivos.
No dolía. Pero sentía la sangre caliente derramarse.
Y quiso saber
porqué.
Se limitó a tirar lentamente del arma. Él había desaparecido.
Ella se arrodilló, sujetándose la herida, que palpitaba.
Que despedía mucho más calor que el resto de su cuerpo.
No dolía.
Se dejó caer blandamente en el suelo, acurrucándose en posición fetal, abrazando a Misericordia.
Tenía sueño.
Entrecerró los ojos, y alcanzó a verle de nuevo. Se sentó enfrente y la observó.
Se durmió con un sabor metálico. Todo era húmedo, caliente y rojo.
Y sin embargo, la herida era de hielo.